Aprendí a leer español antes de hablarlo. Tal vez debería decir que aprendí a decodificar los valores fonéticos asociados al conjunto de letras que conformaba cada palabra. Leía en voz alta, incluso con fluidez; de pronto alguna palabra se erigía ante mí como una isla llena de significado y a veces infiriendo de estas islas podía hacerme una idea del contenido del texto, el resto era un océano sonoro que no entendía.
Me gustaba el sonido del español y aún recuerdo muchos cuentos, trabalenguas y poemas que aprendí de memoria para hacer creer a los profesores que habían cumplido la misión de alfabetizarme. Mi madre que no comenzó a aprender español hasta después de sexto de primaria, se caracterizó desde primer grado por tener una excelente caligrafía y una ortografía impecables. Yo no fui alfabetizada en mi lengua materna, habrá sido a los 20 años que aprendí a leer y escribir en ayuujk (mixe).
Desde que surgió la idea de México como nación, la unidad del país naciente, tan vulnerable, se sostuvo sobre todo en la idea de igualdad, al menos en el discurso: no más castas, no más mestizos, criollos ni saltapatrás, no más zambos ni indios, ahora todos deberían ser ciudadanos mexicanos y por lo tanto, todos deberían hablar una sola lengua y construir una sola historia, tener una sola identidad, la identidad mexicana, lo que sea que eso signifique. La lengua de la nueva nación, libre ya de la metrópoli, fue, paradójicamente, la lengua de la metrópoli. La existencia de las lenguas indígenas se comenzó a ver como una amenaza a la unidad lingüística del país y por lo tanto, más que nunca, la castellanización se emprendió como una gesta prometeica mediante la cual se llevaba la antorcha que cesaría la oscuridad lingüística de los pueblos indígenas.
Como consecuencia, se generaron situaciones absurdas en las aulas. Supongamos por ejemplo que varios niños hispanohablantes que viven en la Ciudad de México en un contexto social y familiar hispanohablante, asisten por primera vez a la escuela, sus profesores en lugar de enseñarles a hablar inglés, comienzan a hablarles y a alfabetizarlos en inglés directamente y aún más, pretenden que estos niños comprendan las diferencias entre el sujeto y el objeto directo, entre mamíferos y ovíparos, entre la suma y la resta hablándoles en una lengua que nadie les ha enseñado a hablar antes. Después llegarán los exámenes de evaluación nacional y se reportará que estos niños tienen el peor nivel educativo de todo el país. La conclusión, claro está, es que el problema es que estos niños hablan español, deberían dejar de hacerlo y solo hablar inglés. A casi nadie se le ocurre que tal vez el problema sea que los profesores nunca fueron instruidos para enseñar inglés como segunda lengua antes de comenzar a enseñar quebrados, raíz cuadrada o ciencias naturales.
Esto es lo que sucede con las lenguas indígenas, así de absurdo. Nos pretenden instruir en una lengua que no hablamos. Los bajos rendimientos en las evaluaciones educativas no tienen que ver con el hecho de que los niños sean indígenas, tiene que ver con la incapacidad del estado de proveer educación utilizando el idioma de los niños como lengua de instrucción, tiene que ver con la incapacidad o falta de voluntad para capacitar a los maestros como profesores de español como segunda lengua de manera que los niños puedan recibir verdaderamente una educación bilingüe. Sin embargo, desde el ámbito educativo el problema ha sido la existencia misma de la diversidad lingüística del país y no la manera tan absurda en la que se ha abordado.
Como una respuesta a este afán castellanizador, se creó después un sistema de educación indígena con escuelas bilingües en las que se pretende respetar la lengua materna de los niños. Sin embargo, su actual funcionamiento deja mucho que desear; es común que los maestros, aunque cumplan con el requisito de ser hablantes de una lengua indígena, sean asignados a una población que habla una lengua distinta. En el mejor de los casos, si el profesor habla la misma lengua que los niños, nunca ha sido capacitado para enseñar español como segunda lengua y solo utiliza la lengua indígena mientras los alumnos logran castellanizarse. En mi experiencia, la mayoría de las veces el uso de la lengua indígena se limita a una clase en la que te enseñan a escribir algunas palabras en ayuujk. A eso se le llama escuela bilingüe indígena en México. Las lenguas indígenas casi nunca son utilizadas como lenguas de instrucción, como si fuera imposible tomar una clase sobre la teoría de la evolución o la historia de México en ayuujk.
A veces trato de pensar en alguna ventaja de haber sido “alfabetizada” en español y no en mi lengua materna, no se me ocurren muchas, pero una, entre ellas es mi preferida: la peculiar sensación que me produjo el proceso mediante el cual el edificio fonético de los textos que aprendí de memoria en la infancia, se fueron iluminado de sentido conforme fui aprendiendo español; las islas de significado fueron creciendo hasta que un día, con una alegría explosiva, y a veces en situaciones poco adecuadas (dentro del metro de la Ciudad de México o a mitad de una conversación sobre el clima) podía de pronto, comprender a cabalidad el océano de sonidos y el sentido total de los poemas de Quevedo largamente atesorados en mi memoria. Los significados, por fin, me eran revelados. Pero creo que solo mi hermana podía entender mi particular entusiasmo, entenderlo así, sin más explicaciones.
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